martes, 13 de enero de 2009

EL AMOR por Joan Fuster

Quisiera comenzar esta discusión traduciendo un ensayo del escritor valenciano Joan Fuster escrito en catalán en 1963...

" -¿El amor? Una invención del siglo XII- La frase, promulgada por un erudito respetable, si no me equivoco, podrá parecer un despropósito. No lo es. Habría que admitirla en su precisión más taxativa, la que nos sitúa delante del fenómeno social y cultural de la poesía de los trovadores. Está claro que siempre ha habido amor, de una forma u otra, atando las palabras humanas: siempre o casi siempre (desde que el hombre merece el nombre de hombre). Sin salirnos de la tradición occidental, el Symposium de Platón y el Ars amandi de Ovidio no dan fe con una espesa magnificencia literaria. Pero no todos los amores son idénticos, Y habríamos de diferenciar escrupulosamente entre las diversas especies o cualidades de amor que los hombres han vivido a lo largo de la historia. No hay duda, al menos, que aquello que nosotros denominamos amor (eso que inspiró a Beatrice y Laura, a Julieta y Desdémona) fue desconocido por la antigüedad pagana. Como fue desconocido también, por la bárbara alta edad mediana. Este amor es una creación de los trovadores provenzales, completada y pulida por los poetas italianos del “dolce stil nuovo”.
Desde entonces hasta hoy, además, el amor se ha extendido y enraizado también gracias a la literatura. No recuerdo ahora quién (un francés, seguro) afirmaba que mucha gente no se enamoraría si no hubiese oído hablar de amor. Así se realiza, de hecho, una medida mayor de lo que suponemos. El hombre y la mujer europeos, durante siglos, han estado haciendo el amor, al dictado de los poetas, sin darse cuenta, naturalmente, y sin haberlos leído. Que conste que no exagero movido por tomar partido por la literatura. Hablamos de amor y no de la simple fornicación, ni del matrimonio institucionalizado, ni tan solo de los nexos afectuosos que estas relaciones pueden producir y normalmente producen. Los vínculos sexuales, la convivencia familiar, el afecto mutuo, no son el amor. El amor, en tanto que sentimiento específico, como lo vemos en la “vita nuova” o en “la dama aux Camélias”, como lo experimentan los protagonistas de las novelas rosa o de las películas acarameladas, como se expresa en Petrarca y se dramatiza en Shakespeare, es otra cosa. En realidad, el amor no se da sino rara vez en una dimensión absoluta: los grandes enamorados son excepcionales. Casi podríamos afirmar que los grandes enamorados sólo ha existido en el mundo de la ficción literaria: los Werther, los Romeo, las Karenina, las Manon, son seres de papel. Y cuando encontramos alguno de carne y hueso, da la impresión de ser una víctima del virus literario. Pero si los grandes enamorados no abundan, hay que reconocer que el enamorado (hombre y mujer que practican moderadamente el amor) es un tipo habitual, aunque no lo fuera hace cien años, y aún menos doscientos. El amor se ha propagado desde unas clases sociales a otras, en una transfusión lenta y gradual. No hay que olvidar que el amor, en sus orígenes, era amor cortés: cosa de aristócratas y parásitos de aristócratas. La poesía provenzal, y el concepto de amor que elaboraba, fue, en un principio, patrimonio de damas y caballeros y los poetas que tenía a sueldo. Después, el amor salta esta primera barrera clasista, pero continúa ligado a minorías cultas, escritores y lectores, que, por mucho tiempo aún, se reclutan entre los sectores acomodados. De todo eso, evidentemente, llegan refracciones al pueblo. Pero la multitud descalificada no está a la altura de esas delicias (ni de aquellos tormentos) sentientales, fornica o se casa, y en paz. “Ans he seguit delits comuns del poble”, escribía Ausiàs March, para manifestar que se alejaba de la práctica de el amor selecto y refinado. El pueblo vejeta en unos “delits comuns”, o se ajusta a la vulgaridad conyugal, regida por los intereses o por la necesidad. Los grandes enamorados, los enamorados, se criaban en otras esferas de la sociedad. Poco a poco, el teatro primero, y la generalización de la lectura más tarde, enseñarán el amor a las masas. Los espectadores de Shakespeare podía aprender a amar con el ejemplo de Romeo y Julieta, con Otelo y Desdémona. Los lectores de novelas, cada vez más numerosos a partir del siglo XVIII, tendrán más oportunidades. El Romanticismo fue la época en la que el amor consigue una fabulosa promoción colectiva, por eso no es casualidad que hoy al amor se le llame “amor romántico”, en el vocabulario de las personas ingenuas. El adjetivo está doblemente justificado, por un lado porque los escritores románticos se especializaron en el tema amoroso y lo trataron hasta trivializarlo en fórmulas estereotipadas; por otro lado, porque, en el siglo XIX, el libro penetra en capas sociales antes impermeables a la lectura, y los panfletos efusivos contra la burguesía y una apreciable lámina del proletariado. El cine, la prensa “du coeur”, los reportajes de “romance”, los seriales radiofónicos, las publicaciones baratas, acabarán de completar el proceso en nuestros días. En la actualidad, hasta los prometidos más rupestres, cuando hacen su oficio, lo hacen a imitación de las dulces escenas absorbidas en la pantalla del cine…”

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