¿Cuánto tiempo llevaba en aquel estado de atontamiento? Entre el mundo onírico y la niebla de la vigilia. Ahora, al volver a despertar, reconoció aquel calorcito que le proporcionó tanto bienestar en su primer encuentro. Además, un olor dulce de cerezas se le había instalado en el corazón. ¿Estaba comenzando a sufrir el síndrome de Estocolmo? Lo que de momento aún no tenía solución era ese hambre urgente, que le dolía en lo más profundo de sus entrañas, que le provocaba episodios de histeria, gritos, llantos... Sin mediar palabra, le enchufaron una especie de embudo en la boca, de donde manaba un líquido reconstituyente, aunque con un sabor extraño. Y al fin, mientras se alimentaba, su desesperación se desvaneció, igual que su conciencia.
miércoles, 26 de noviembre de 2008
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